A finales de abril del año pasado uno de los principales líderes de Los caballeros templarios, Dionisio Loya Plancarte, El Tío (recientemente aprehendido), lo retó a un duelo. Lo espoleó para que se mataran a balazos. Eran tiempos como del Viejo Oeste en la Tierra Caliente de Michoacán: un día sí y otro también se perpetraban matanzas o había violentos enfrentamientos entre narcotraficantes y autodefensas.
El criminal tenía sus razones para azuzar al otro hombre: el empresario limonero encabezaba el primer grupo de autodefensas levantado en armas contra el yugo de ese cártel. El agricultor se burló del video enviado por su retador. Asió su escuadra y ante la cámara dijo: “El primer tiro se lo pego en la mera cabeza”.
Desde ese día la cabeza de Hipólito Mora, líder de los civiles armados de La Ruana, poblado ubicado en el municipio de Buenavista Tomatlán, a 50 kilómetros de distancia de Apatzingán, se hizo merecedora del precio más grande ofrecido por los templarios: cinco millones de pesos. Y desde ese día, Hipólito Mora se despidió de sus solitarias idas y venidas hacia Apatzingán. Nunca más pudo ir solo o con unos amigos a un banco, un doctor, un restaurante, vaya, ni a la entrada de la capital calentana.
Nunca. Hasta este martes que entró a Apatzingán solo en una camioneta, acompañado del camarógrafo, un reportero y un miembro de las autodefensas de su poblado.
En otro coche viajaban el fotoperiodista, el operador de Live U y otros dos compañeros de armas de Mora, que se dirigía a una casa de cambio y al oculista. Los cuatro michoacanos portaban al cinto, escondidas bajo sus camisas o camisetas, sus escuadras. Ni un fusil. Aunque el fin de semana el líder de La Ruana había entrado a Apatzingán desarmado, lo había hecho junto a una muchedumbre que era escoltada por soldados y policías federales. Ahora no. Ahora iba como de paseo con tres amigos. Impensable hace un año, hace seis meses, hace tres meses…
—¿Qué siente, después de que tenía que estar encerrado ahí, en su poblado? —se le pregunta a Mora cuando el vehículo que conduce ingresa a la ciudad.
—Siento bonito. Me siento tranquilo. Me sentía como preso ahí en La Ruana. Nos teníamos que aguantar porque era territorio de Los caballeros templarios. Un año sin poder salir para nada.
—¿No le da miedo entrar para acá?
—No, nada. Me siento tranquilo. A veces pienso que estoy loco…
—¿Por qué?
—Porque no me preocupo, aunque esté en riesgo mi vida.
—¿Y el chaleco antibalas del fin de semana?
—Nada más el día que entramos a Apatzingán lo usé. Nunca lo había usado, está muy pesado. Me cansa mucho, pesa como unos 15 kilos y además sudo mucho con él. Así me siento más livianito, por si tengo que pelar gallo… —se ríe.
—Este era el territorio urbano más importante de los templarios, que usted pueda ahora venir aquí al banco y al oculista es como un símbolo de todo lo que se ha avanzado, ¿no?
—Sí, es como un símbolo de triunfo, como que estamos ganando la lucha. Aunque nos quedáramos en el camino algunos de nosotros, estoy seguro de que se va a ganar la lucha…
La gente lo mira y como que no lo cree. Lo revisan una y otra vez de pies a cabeza mientras el hombre camina hacia la casa de cambio. Un par de señoras le gritan y le toman fotos desde un balcón. Unos jóvenes le gritan saludos de apoyo. Algunos pocos se acercan a saludarle. Él sonríe. Una señora acompañada de su hija, ambas nacidas en La Ruana pero residentes en Apatzingán, lo topan y la dama es más precavida:
—¿Está bien todo? Si no para correrle… —le dice la mujer. Hipólito la calma y se carcajea. La mujer no, mejor se aleja. El hombre va a hacer sus trámites bancarios y después al oculista. Luego maneja hasta Tepalcatepec y va de regreso a La Ruana.
La cabeza de las autodefensas más buscada por los templarios, de paseo, de diligencias por Apatzingán…