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Matar niños: el nuevo deporte de los sicarios

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Ni la policía ni la familia saben nada; hay dos líneas de investigación

En la calle Venustiano Carranza no había nada. Esa mañana, como pocas, las banquetas estaban despobladas de vecinos y el pavimento huérfano de carros. Y como si fuera una fatalidad, una condena funesta: una casa quemada, un menor murió asfixiado y otro con lesiones graves por quemaduras, y nadie sabe nada.

Hay miedo, dolor, duelo y luto en ese rinconcito escondido de la colonia Mazatlán, entre un cerro que del otro lado tiene a la colonia Rosales, rodeado de calles y avenidas importantes. Pero a pocos metros, aquí, en este sector, se respira el barrio, la vida colectiva, y se escucha la mecedora en la banqueta, los árboles con follaje danzante y el griterío de los vendedores y los niños que corren a la tienda que no está en la esquina.

Aquí varios hombres, aparentemente armados, quemaron la vivienda en la que choca la Privada E, donde vivía la señora Emérita, conocida como doña Mera, y que esa mañana tenía alojados a dos de sus nietos, Jael e Iván, de cuatro y 11 años, quienes estaban solos en el inmueble. Unas versiones indican que los agresores apuntaron al mayor con un arma de fuego y lo obligaron a abrir la puerta, luego lo ataron y amordazaron, igual que a su hermano.

Preguntaron a los niños por alguien más. Se molestaron y amenazaron. Y luego, al parecer, aventaron bombas molotov, las cuales permitieron que el fuego se extendiera rápidamente, sobre todo en los cuartos más cercanos a la calle. El más pequeño, conocido como el Chino, a quien los vecinos definen como un niño feliz, murió en una de las habitaciones, asfixiado. El otro, Iván, fue sacado con vida por un joven que vive en el barrio y cuya identidad se mantiene en reserva.

Fuentes de la Procuraduría General de Justicia del Estado (PGJE) indican que en las investigaciones se siguen dos líneas, pero las autoridades de esta dependencia descartan que en éstas tenga injerencia el crimen organizado, específicamente el Cártel de Sinaloa, “porque eso no está permitido entre los narcos de aquí”.

Entonces, una de las líneas de investigación podría conducir a un grupo delictivo externo a esta organización criminal, de acuerdo con estas versiones.

“Ni nosotros ni los vecinos ni la policía. Nadie sabe qué pasó”, manifestó una de las tías de los menores, quien prefirió mantener el anonimato por temor a represalias. Ahora, quienes integran esa familia cuentan con servicio de custodia de la Policía Ministerial del Estado, por instrucciones de Marco Antonio Higuera Gómez, titular de la PGJE.

Una soledad que no se perdona

Eran alrededor de las 9:30 horas de ese 2 de mayo y los vecinos de la Carranza no se explican por qué la calle estaba vacía de humanidad. No se lo explican ni se lo perdonan: esa soledad hizo propicio que varios delincuentes llegaran a la casa de Emérita y aprovecharan que ésta no estaba, para someter a los dos niños y luego prenderle fuego a la vivienda.

Cuentan que iban en una camioneta cerrada, tipo van. Que eran tres o cinco o más. Que tal vez el color del vehículo era verde o gris o blanco.

Los vecinos escucharon dos o tres explosiones, pero los trabajos periciales no encontraron indicios de que hayan sido usadas en el ataque granadas de fragmentación, aunque sí bombas caseras tipo molotov, en las que se mezcla combustible con jabón y éste funciona como pasta, se adhiere a paredes y muebles, y facilita la expansión del fuego. Esta versión fue confirmada por personal del Cuerpo de Bomberos que acudió a sofocar el incendio y auxiliar a las víctimas.

“No se me olvida. A nadie se nos olvida”, confiesa una vecina, con cerca de 50 años en el barrio. Está sentada en una silla mecedora, bajo un árbol chaparro que parece almendro y rodeada de ocho gatos y un perro viejo.

Todos los días lee el periódico en esa banqueta, excepto ese del fatal ataque. Escuchó un chirriar de llantas, una especie de explosión “como que aventaron una granada” y luego salió a la calle, se asomó y vio lumbre, y también a un joven que pateaba la puerta y gritaba.

El joven, un conocido de todos en el sector, logró abrirse paso y sacar a Iván, quien ya tenía lesiones por quemaduras. Logró desatarle las manos y quitar la cinta adhesiva que cubría su cara. Lo primero que hizo Iván fue gritar por su hermano y lamentarse por el dolor que le provocaban las heridas.

“¡Ay, me duele! ¡Pero saquen a mi hermano! ¡No sé si es mi culpa porque no lo pude sacar!”, cuenta otra de las vecinas consultadas por Ríodoce, quien vive muy cerca de la tienda a donde fue a parar el menor luego de ser rescatado.

En la cuadra, esa calle vacía de ese 2 de mayo pesa y mucho: es el peso de la muerte.
“Toda la cuadra está triste. Se ve en el ambiente la tristeza, desde ese día. Pero también la necesidad de apoyar a la familia”, señaló.

El lunes acudió el procurador a hablar con la familia y los vecinos, quienes estaban convocando a una marcha para protestar por este acto y exigir justicia. Marco Antonio Higuera Gómez logró desactivar con atenciones la marcha, ofreció custodia a la familia y apoyo económico para funerales y servicios hospitalarios. Y les advirtió que si se inconformaban públicamente podrían alertar a los homicidas.

“A nosotros nos dio miedo. Él nos dijo que no, que no la hiciéramos. Que podíamos alertar a los asesinos. No vaya a ser que…”, recordó un familiar de los menores.
Y la marcha se canceló.

Los bomberos

No tardaron mucho en llegar al lugar los bomberos. Facilitó el traslado el hecho de que la base esté a cerca de un kilómetro del lugar: primero llegó la máquina cuatro y luego minutos después la siete, ésta procedente de la base de los bomberos en la colonia El Vallado.

El aviso que había llegado a la central era de una casa habitación que se estaba quemando debido a una explosión, y que había un niño dentro, en la colonia Mazatlán.

“Llegamos los de la unidad cuatro y vimos toda la parte de abajo en llamas. Bajamos mangueras y ahí nos dimos cuenta que ya habían sacado al otro niño, que lo estaban atendiendo los de la Cruz Roja”, señaló uno de los que acudieron a sofocar el incendio.

Uno de los bomberos se subió por la parte de atrás, aprovechando que la barda perimetral no era muy alta. Subió a la planta alta y no había daños, y luego se apuró a cerrar las llaves de los tanques de gas. Otros tres elementos combatían las llamas en la parte de abajo, que eran más intensas en las habitaciones que dan a la calle.

“La prioridad era apagar el incendio, porque eso nos permitiría rescatar al menor, después de localizarlo. Creo que tardamos unos 10 minutos en hacerlo todo, con ayuda de los bomberos que llegaron en la unidad siete y la cámara térmica”, relató otro.

Adentro del inmueble, agregó, los bomberos usaron equipo de respiración autónoma y la cámara térmica, pero tuvieron que mover muebles en cada una de las habitaciones incendiadas porque el equipo no capta la temperatura corporal si se está detrás o debajo de electrodomésticos o camas.

“Se levantaron camas, bases de camas, se movieron sillones, y nada. Lo que hicimos fue reingresar a otra recámara que ya había sido revisada, más cerca de la calle. Ahí había dos camas individuales, acomodadas haciendo una L y al levantar la segunda cama encontramos el cuerpo del menor. Estaba en posición boca abajo, junto a una cajonera”.

El bombero que lo rescató señaló que no tiene más detalles porque el visor empañado del equipo que usan no permite mayor visibilidad, aunque sí puede asegurar que el niño estaba con las manos libres y flácidas, y así como lo abrazó lo llevó hasta los paramédicos de la Cruz Roja, quienes lo trasladaron al Hospital Regional del IMSS.

“Creo que podemos afirmar que hubo varias explosiones, quizá por envases guardados, pero también un fuerte, muy fuerte olor a combustible… pero indicios de granada, no. Las granadas tumban paredes”.

En el lugar, tampoco hubo pruebas de un corto circuito. Lo que encontraron los bomberos fueron ventanas y puertas deformadas, sobre todo en las habitaciones cercanas a la fachada, donde hubo más fuego.

Poco tiempo después se enterarían que ese menor con extremidades flácidas, sin más distintivos que un bulto de apenas cuatro años que es cargado por un bombero joven, de unos treinta y tantos años, corriendo, hasta los socorristas, sería solo eso: un cadáver, otro, en medio de la barbarie homicida de ese rinconcito de la Mazatlán, y de toda la ciudad de Culiacán.

“Esto nos deja marcados a los bomberos. Estamos hablando de que prenden la casa con gente dentro, con menores. Hablamos de niños. Eso te deja marcado”, manifestó uno de los bomberos.

El barrio

La Carranza curvea en este sector. La calle es tranquila, los vecinos tienen aquí alrededor de 50 años y se ven como una sola familia. Uno de los jóvenes que creció aquí pero que ahora vive en otra colonia quería ser criminalista en un estado que suma, de acuerdo con datos de la procuraduría estatal, 364 homicidios de enero a abril y mil 208 durante todo el año pasado.

Datos extraoficiales indican que la mayoría de estos asesinatos tienen qué ver con el narcotráfico.

Un tío conversa con ese joven y le advierte: si estudias criminalística te haces corrupto o te matan.

Por eso decidió estudiar mercadotecnia.

“Desgraciadamente así es”, cuenta la madre de ese adolescente.

Residuos

Un menor de alrededor de 10 años atendido en un hospital de Estados Unidos, en condición estable “pero grave”, varios retazos de periódicos, chanclas viudas, siete cebollas, prendas de vestir vestidas de hollín, paredes mordidas por el fuego, techo luctuoso, trozos de madera que alguna vez fueron muebles, electrodomésticos despedazados y utensilios de cocina deformados. Son los residuos que quedan, el recuento interminable de los daños.

Y en el suelo, en la parte frontal de la casa, un pedazo de periódico con la leyenda Cobrador es levantado y ejecutado a balazos. Es la cabeza de una nota policiaca, del 8 de marzo.

“No se me olvida a mí. A nadie se nos olvida”. Se oye la voz de una vecina que chilla, como esa vieja y desnutrida silla mecedora.

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