Como pasa en Colombia, en México la caída de importantes capos de la droga está dando lugar a la transformación de los grandes cárteles en redes criminales más horizontales que tienden a integrarse como franquicias. Así lo considera la colombiana María Victoria Llorente, consultora internacional en asuntos de criminalidad y violencia. Para la especialista, si bien México y Colombia apuestan por descabezar a los cárteles, “la eliminación de los líderes no garantiza el desmantelamiento de esas organizaciones, que se adaptan rápidamente a las nuevas circunstancias”…
BOGOTÁ.- La fragmentación del mundo criminal en México ya está en marcha y todo indica que la economía de la droga en ese país tiende a unirse en torno a franquicias regenteadas por los cárteles de Sinaloa y Los Zetas, como pasa en Colombia con las bandas criminales (Bacrim) de Los Urabeños y Los Rastrojos.
El diagnóstico lo realiza María Victoria Llorente, especialista colombiana en asuntos de criminalidad y violencia, quien advierte: Aquéllos “no son los únicos cárteles en México; hay otros actores, al igual que en Colombia, pero el punto está en que como organizaciones criminales jerárquicas hay una tendencia a que ocurra con ellos lo que ocurrió en Colombia: que ante la caída de sus líderes acaben por transformarse en redes criminales más horizontales y fluidas que se coaligan como franquicias”.
En entrevista, la politóloga de la Universidad de Los Andes y directora ejecutiva de la Fundación Ideas para la Paz (FIP), un influyente centro de estudio en torno al conflicto colombiano, sostiene que la caída de los principales jefes de los cárteles de Sinaloa y Los Zetas refuerza esta hipótesis.
“Es un indicativo de que en México se sigue la misma estrategia antidrogas de acá, en el sentido de descabezar las organizaciones, y los resultados que eso ha tenido en los dos países es que la caída de grandes capos tiene como efecto el reforzamiento de la lógica de las franquicias, en las que los cárteles de la droga alquilan, digamos, su marca, y cobran una cuota a las redes criminales locales para usar su marca y recibir protección”, explica.
Llorente es coautora del estudio Un objetivo, dos luchas: confrontando al crimen y la violencia en México y Colombia, en el que también participan el académico, experto en defensa y exmilitar británico Jeremy McDermott; el investigador de la UNAM Raúl Benítez Manaut; la exministra colombiana de Defensa Marta Lucía Ramírez, y el mexicanólogo John Bailey.
El trabajo, publicado este año por el Woodrow Wilson Center, plantea que Colombia y México enfrentan desafíos cada vez más similares en cuanto a su lucha contra el narcotráfico y el crimen organizado. Esta tesis se sustenta en el hecho de que las guerrillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) han recibido fuertes golpes en los últimos años por la guerra antiinsurgente desarrollada durante los dos gobiernos de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), lo que mermó su capacidad de incidir en el negocio de las drogas a pesar de que aún controlan extensas zonas de cultivos y procesamiento de hoja de coca.
“El submundo criminal de Colombia está ahora unido por los intereses del narcotráfico. Los rebeldes marxistas y las Bacrim (remanentes de los paramilitares desmovilizados la década pasada) trabajan juntos. La estructura de la delincuencia organizada, dominada por grandes cárteles como los de Medellín y de Cali en los años ochenta, se ha convertido en redes en las que Los Urabeños y Los Rastrojos ejercen predominio, pero en la modalidad de franquicias que organizan en torno a estructuras criminales locales llamadas Oficinas de Cobro”, indica el trabajo.
En estas estructuras, agrega, “el nivel superior tiene poca o ninguna relación con el tercer nivel, que suministra la mayor parte de la mano de obra. En cambio, los jefes regionales son los que establecen vínculos con las redes locales en forma de pactos y acuerdos”.
Para Llorente, resulta claro que México y Colombia apuestan por descabezar a los cárteles, aunque, acota, “la eliminación de los líderes no garantiza el desmantelamiento de esas organizaciones, que se adaptan rápidamente a las nuevas circunstancias y tienen muy poca interrupción del tráfico de drogas”.
Joaquín El Chapo Guzmán, el jefe del Cártel de Sinaloa, fue capturado en febrero pasado por la Armada mexicana en el puerto de Mazatlán, sin que por ello esa organización delictiva haya dejado de operar.
Los Zetas siguen traficando cocaína a Estados Unidos pese a la caída de sus líderes Miguel Ángel Treviño Morales, El Z-40, aprehendido hace un año, y Heriberto Lazcano, El Lazca, quien fue abatido por la policía en octubre de 2012.
“En el caso de Colombia, las bajas de los grandes capos (la muerte de Pablo Escobar Gaviria, jefe del Cártel de Medellín, en 1993, y la extradición a Estados Unidos, en 2004, de los hermanos Rodríguez Orejuela, jefes del Cártel de Cali) generaron la transformación de los grandes cárteles en ‘cartelitos’ y, después, en una federación de grupos criminales locales agrupados como franquicias con las Bacrim de Los Urabeños y Los Rastrojos. Una tendencia similar es lo que ahora podemos estar observando en México”, insiste Llorente.
Indica que a pesar de que el Cártel de Sinaloa y Los Zetas continúan una lucha sangrienta por la supremacía, “al igual que las Bacrim colombianas pueden llegar a la conclusión de que hacer la guerra no es bueno para los negocios y que forjar acuerdos y compartir rutas es infinitamente más rentable que luchar por ellas”.
La guerra de Calderón
Llorente, politóloga y exconsultora de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Crimen (UNODC, por sus siglas en inglés), señala que “la estrategia de descabezamiento de los cárteles es lo que los colombianos han ido a explicarles a ustedes allá en México” a través de programas bilaterales de colaboración que cobraron relevancia durante el sexenio del presidente Felipe Calderón (2006-2012), quien le declaró la guerra al narcotráfico al costo de desatar un estallido de violencia en su país.
De acuerdo con cifras proporcionadas por el viceministro colombiano de Defensa, Jorge Enrique Bedoya, entre 2005 y 2013 Colombia capacitó a 10 mil 571 policías y militares mexicanos, en su mayoría involucrados en la guerra contra el narcotráfico.
Bedoya explica a Proceso que su país pone en práctica un modelo de cooperación policiaca y militar denominada “estrategia para la seguridad, en la que nosotros simplemente cumplimos con una obligación moral de poder poner a disposición de los países que tengan problemas, y que consideren que necesitan un grado de asistencia, todo ese conocimiento que hemos adquirido a través de los años en la lucha contra un fenómeno criminal como el narcotráfico”.
Añade: “La relación de cooperación en temas de seguridad que tenemos con México es extraordinaria y nosotros simplemente damos insumos, damos experiencias y damos entrenamiento”.
Una de las fuentes de inspiración de Calderón para la fallida guerra que desató contra el narcotráfico –con un saldo de más de 100 mil muertos y que elevó a niveles históricos los índices de violencia en México– fue la Política de Seguridad Democrática que aplicó Uribe en Colombia durante su gestión presidencial (2002-2010), la cual era en lo fundamental una estrategia contrainsurgente.
De acuerdo con Llorente, esta política, que contaba con el respaldo operativo y financiero de Estados Unidos a través del Plan Colombia, resultaba inaplicable en México porque era, en esencia, una campaña contra la guerrilla y en México los grupos insurgentes nunca han representado una amenaza nacional, como los colombianos.
–¿Entonces fue un error de Calderón querer aplicar esa estrategia en México? –se le pregunta a la especialista.
–No estoy tan segura de que Calderón haya sido tan ingenuo de querer copiar exactamente el Plan Colombia allá en México, de quererlo replicar exactamente. Me habría parecido en realidad una ingenuidad política grande. Lo que uno podría decir es que hay cosas de la lucha antidrogas en Colombia que podrían servir en México, por ejemplo, el tener una policía de orden nacional y un servicio de inteligencia muy eficaz; pero no todas las experiencias son aplicables de un país a otro.
Llorente, que también fue consultora del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) en temas de seguridad pública, asegura que en Colombia ha disminuido el peso del conflicto armado interno en lo que respecta al narcotráfico por los golpes que han sufrido las guerrillas y por la erradicación de cultivos de hoja de coca, “pero en México no tiene ningún sentido aplicar una estrategia similar porque el fenómeno mexicano no tiene nada que ver con un conflicto armado interno como el de Colombia”.
Colombianización
El estudio Un objetivo, dos luchas: confrontando al crimen y la violencia en México y Colombia plantea que algunos comentaristas han descrito la situación de inseguridad en México como una colombianización, mientras que otros la han catalogado como una narcoinsurgencia. El trabajo incluso recuerda que en septiembre de 2010 la entonces secretaria de Estado estadunidense, Hillary Clinton, dijo que México cada vez se parecía más a la Colombia de hace 20 años y que los cárteles mexicanos de la droga “están mostrando más y más índices de insurgencia”.
Para Llorente, esa declaración demuestra el grado de desconocimiento que tiene Estados Unidos de Latinoamérica, una región a la que tiende a homologar y caracterizar como si todos los países tuvieran los mismos problemas.
La politóloga comenta que aun cuando Colombia ha tenido éxito en la eliminación de algunas de las más poderosas organizaciones criminales, como los cárteles de Medellín y Cali, y de que ha reducido los cultivos de hoja de coca, la situación en México “es muy diferente y sería un error pensar que Colombia ofrece una patrón de lucha antidrogas listo para aplicarse en México”.
Puntualiza: “Por supuesto, Colombia tiene experiencia que puede compartir con México, pero incluso, estratégicamente hablando, es difícil de ver la guerra contra las drogas en Colombia como algo cercano a una victoria. El cultivo de drogas se ha reducido, pero esto ha sido en parte compensado por una producción de alcaloides con mayor rendimiento por hectárea de coca, y los cárteles jerárquicos desaparecieron, pero han sido sustituidos por redes criminales más fluidas”.
Refiere que “lo que Colombia sí ofrece es una lección de cómo el crimen organizado puede mutar bajo la presión de las fuerzas de seguridad, cómo evolucionan y se reconstituyen en redes más pequeñas, en franquicias, los diferentes grupos, y cómo las organizaciones delictivas se militarizan. En estas áreas hay lecciones que México puede aprender de Colombia para, tal vez, anticipar la evolución de la delincuencia organizada”.
Señala que si bien México y Colombia comparten la mayoría de los síntomas de la violencia generada por la droga, las condiciones que dan pie a esta violencia son muy diferentes.
“Lo que sí puede ser similar –dice– son algunas soluciones, como una fuerte presencia de las instituciones del Estado en todo el país, un sistema de justicia eficaz, la aplicación de la ley, la educación y las oportunidades económicas para proporcionar alternativas a la realización de actividades ilícitas, y socavar la influencia corruptora del dinero de la droga.”
La especialista advierte, sin embargo, que las diferencias de los fenómenos criminales en los dos países “siguen siendo grandes nada más por el simple hecho de que las estructuras criminales mexicanas controlan un espacio del negocio que es infinitamente más lucrativo y que básicamente controla la entrada de la droga a los Estados Unidos”.