Los misterios del Vallado
Hacía mucho tiempo no se protagonizaban enfrentamientos de esta magnitud en Culiacán, entre gatilleros de la mafia y fuerzas del Gobierno, menos con saldos tan relevantes. Hacía mucho, también, que sobre un caso no había tanto hermetismo. Muchos enigmas hay en torno a la refriega de ese sábado y muchas preguntas mejor se evaden.
La especie empezó a circular teléfono en mano. Mensajes iban y venían, periodistas, policías y contactos en el “bajo mundo” intercambiaban información para confirmarla. En la casa del Vallado, se decía, había quedado atrapado el Cincuenta. Nadie lo mencionaba por el nombre, porque este pocos lo conocían, solo por su apodo.
El Cincuenta fue uno de los principales respaldos armados de Joaquín Guzmán Loera en los últimos tres años, en Culiacán. Joven, de apenas 32 años, controlaba la venta de drogas al menudeo en toda la ciudad. Nada escapaba a su control y era él quien ordenaba ajustar cuentas con los que trataban de hacer negocios fuera de su control.
Había dormido la noche del viernes 2 en una casa de seguridad ubicada por la calle Bahía de Ohuira, en la colonia Vallado, en Culiacán, entre Tarahumaras y Olmecas.
Y la mañana del sábado transcurría normal hasta que llegaron dos camionetas militares, con cinco o seis elementos cada una y se estacionaron cerca de la casa. Dos horas estuvieron ahí, hasta que inició una balacera que se prolongó, con disparos espaciados, casi tres horas.
Luego se sabría que habían muerto tres pistoleros y que tres militares resultaron heridos. Y que uno de los sicarios que quedó en el interior de una de las casas cateadas era el Cincuenta.
Esa mañana infernal
Doña María N fue temprano a las tortillas y los militares ya estaban ahí. Vive cerca, a no más de cien metros de la casa sin número que esa mañana del sábado 3 de agosto fue el centro del terror que vivieron decenas de familias atrapadas en el estruendo de los disparos de G3, de AK-47, de granadas y de explosiones infernales.
“Eran pasaditas las ocho —contó—, los vi cuando iba caminando a la tortillería pero no les hice mucho caso porque otras veces los he visto. Eran dos camionetas, una en esta esquina —señala con el dedo el cruce de Bahía de Ohuira y Olmecas— y la otra allá —en Bahía de Ohuira y Tarahumaras.
La casa, ubicada en esa cuadra, es de dos pisos y fue construida, según versiones de muchos vecinos, hace no más de seis meses. Es de un usual color amarillo, pero contrasta con esa suavidad el color oscuro de los ventanales, que, se sabría esa mañana, están dotados de cristales blindados.
Junto con doña María habla su esposo y tercia su hija. Dan la misma versión que poco a poco se va haciendo ley e historia en esta esquina y en aquella, de un lado de la calle y del otro.
Los disparos iniciaron poco después de las diez de la mañana. Nadie asegura de dónde salieron los primeros, si acaso el general Miguel Ángel Hurtado, jefe de la Novena Zona militar, quien al final de la jornada diría que realizaban un recorrido de rutina y fueron agredidos. Y que el Ejército solo respondió a esa agresión.
Pero todos coinciden en que iniciada la balacera el infierno duró varias horas, con disparos aislados, camionetas que iban de un lugar a otro, soldados y policías corriendo, gritos de alerta y de terror.
El saldo, según fuentes oficiales, fue de tres presuntos gatilleros muertos, uno que llegó en una camioneta Toyota, Tacoma y que luego de unos minutos de hostigamiento a las fuerzas armadas quedó muerto, tirado a un lado del vehículo en que llegó, consumido por el fuego después de que explotó, lanzando a varios metros a la redonda trozos de plomo, cascajos floreados y pedazos de granadas.
Los otros dos murieron al interior de la casa amarilla, aunque la forma en que cayeron no está clara. Uno de los cuerpos, a la vista de las fotografías disponibles, presenta un impacto en el centro de la oreja izquierda, sin ninguna herida más en el cuerpo, y el otro presenta un impacto en la nuca que le floreó la parte superior de la cara y cuyo rostro presenta múltiples escoriaciones menores.
De la parte gubernamental se reportaron tres militares heridos y de la civil una muchacha y un joven. La niña, de 14 años, promueve a los Testigo de Jehová y andaba por ahí salvando almas, pero esa mañana terminó con un balazo en la pierna.
El joven fue un vecino de la cuadra que se asustó tanto con la balacera que se lanzó de un techo y terminó dislocado de la columna.
Martín, distribuidor de productos Lucía, tortillas de harina y frijoles, sobre todo, llegó como a las diez de la mañana y surtió la tortillería Valenzuela, apenas separada por una vivienda de la casa amarilla.
“Ahí estaban los soldados”, dijo. Al llegar a la esquina le preguntaron a dónde iba y les explicó. Lo dejaron pasar, hizo su trabajo y se fue al abarrote siguiente, a una cuadra, en Bahía de Ohuira y Jesús Álvarez.
Iba en un auto Chevy 2010, se bajó a surtir y mientras lo hacía escuchó los primeros disparos. Todos, los dependientes y él, corrieron hacia las áreas de atrás del abarrote. Una camioneta Tacoma había llegado y de ella bajaron tres hombres armados. Uno de ellos, ya abajo, se puso el chaleco antibalas y empezó a disparar con un fusil AK-47. Los otros hicieron unos disparos con armas parecidas pero luego salieron corriendo rumbo a la calle Puerto Marqués, paralela a la Bahía de Ohuira, al oriente. Doblaron hacia el sur. Uno iba herido y el otro, con el fusil en la mano derecha, disparaba mientras corría. Al llegar a la calle Reforma despojaron una camioneta en una cremería y huyeron.
El gatillero que había quedado haciendo frente no duró mucho tiempo. Disparos de G-3 terminaron con él. La camioneta donde había llegado explotó y de su cabina volaron cientos de cascajos destrozados de calibre .50 para fusiles Barret, de AR-15 y de AK-47 para “cuernos de chivo”. Casi al mismo tiempo estalló el Chevy de productos Lucía que Martín había dejado estacionado.
De 21 años de edad, el joven sicario se llamaba Leonardo Quintero Barrera, era de Ciudad Obregón, Sonora, y quedó de pecho al sol con el fusil en la mano y una granada sin explotar por un lado.
Apenas saboreando la vida, alguien llegó, puso un billete de 500 pesos sobre el chaleco antibalas y tomó una fotografía.
La casa blindada
Bastaron unos minutos para que las colonias Francisco Villa y Vallado —separadas por la calle Bahía de Ohuira— se llenaran de militares y policías de todos los niveles y presunciones. Había cientos, desde el bulevar Emiliano Zapata, frente a Soriana, hasta los parques de beisbol, un kilómetro hacia el sur.
Decenas de vehículos militares, decenas y decenas de patrullas estatales y municipales, ambulancias militares, vehículos blindados contrastando con agentes de Tránsito en motocicletas que pasaban por un lado, más con el afán de enterarse qué pasaba que con el de ayudar.
Llegaron a reforzar a pesar de que comandos les disparaban y huían cuando iban arribando a la zona para distraerlos. Pero el objetivo parecía claro y los refuerzos fueron muchos. Los comandos terminaron por dispersarse hacia todos lados.
Primero fue el desconcierto, el asombro y el pasmo por los vehículos incendiados y el joven muerto sobre el asfalto. Luego se irían acomodando las preguntas.
Todo se concentró en la casa amarilla. Disparos de vez en vez obligaban al resguardo y a la alerta. Un helicóptero de la Policía Federal estuvo horas dando vueltas sobre la zona, haciendo más tenso el ambiente.
Hasta que los militares decidieron derribar una puerta interior apoyados por un vehículo de fuerza y cadenas. Una decena de soldados entraron y al rato se escucharon disparos. Soldados y policías iban y venían. Eran las 12:30.
La pregunta era quién podría estar adentro y no pasó mucho tiempo para que se especulara, con razón, de que en el cerco policiaco-militar había quedado atrapado uno de los principales operadores de Joaquín Guzmán en Culiacán apodado el Cincuenta.
Había entre el gentío informantes de aquí y de allá que no dejaban en paz los celulares, enviando y recibiendo datos ciertos y falsos, nombres reales pero al mismo tiempo erróneos, entre soldados que corrían de un lado a otro y policías ministeriales que se aburrían en fila porque los sacaron del perímetro central.
Con los primeros policías que salieron de la casa se sabría que adentro habían encontrado un túnel o un sótano.
Soldados y policías federales pasaban con mascarillas. Habían lanzado bombas de gas lacrimógeno que intoxicó hasta los que estaban en la calle.
Después de eso cesaron los disparos y poco a poco la zona se fue distensando. La gente, hombres, mujeres y niños, empezó a salir de sus escondites y algunos ancianos fueron trasladados a casas más seguras.
Fue como a las cuatro de la tarde cuando el general Miguel Hurtado, que había llegado para la revisión de la casa, se retiró.
Negó que se hubiera tratado de una operación planificada. Nuestros elementos estaban en una inspección de rutina, dijo, cuando fueron atacados. Y adelantó parte de los saldos.
Media hora antes, si acaso, una mujer había sido sacada de la vivienda con el rostro cubierto con una prenda y fue subida en una camioneta Suburban de la PGR, que luego se la llevó.
Desde horas antes, el Ministerio Público Federal había tomado el control de los trabajos periciales.
Fue al día siguiente que la PGR dio a conocer lo que adentro de la casa se había asegurado. Fueron cerca de 14 mil cartuchos de diversos calibres, armas largas y cortas, cinco vehículos, uno de ellos blindado y 20 granadas.
También se aseguró un lanzacohetes marca L-JUD, modelo AH-296 y un cohete L-JUD, modelo A-IX-I.