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El rancho de San Pedro, un infierno de los Zetas en Veracruz

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En las primeras horas del domingo 31 de agosto, Gregorio de Jesús Garay, de 84 años, escuchó dos o tres ráfagas de disparos que lo hicieron saltar de su cama. Es de los pocos testigos de lo que ocurrió ese día en Sierra de Agua, una localidad en Acultzingo (Veracruz, a unos 270 kilómetros de la capital de México).

A los visitantes que habían ido a su comunidad los había recibido con gritos y amenazas. Hoy sí quiere hablar. “Aquí llegaron, y los vi. Hubo muchos tiros, pero los hombres no se espantan”. Es el velador. Dice que cuando comenzó el tiroteo, salió por la puerta de atrás y se puso a silbar. Por la entrada principal hay marcas de disparos y una mancha de sangre de unos tres metros. Ese día llegaron el Ejército, la Marina de México y la policía de Veracruz con el objetivo de desmantelar un “campamento de entrenamiento” del crimen organizado. El saldo: 33 detenidos y tres presuntos sicarios muertos.

El rancho San Pedro, el supuesto campamento, tiene más de casa abandonada que de sofisticado campo paramilitar. Una nota publicada, dice que se confiscaron unos rifles y una pistola: nada que ver con los poderosos arsenales que manejan los carteles mexicanos. Hay un alambre de espino, catres y poco más.

Entre frases cortadas, don Gregorio explica que ahí antes había “chavitos”: jovencitos que no rebasarían los 20 años y que, según las autoridades, eran entrenados para ejercer como futuros guardaespaldas del grupo criminal que domina la zona. Pocos entran por voluntad propia, explica un funcionario que pide no ser identificado. 

"Ellos se los llevan, los secuestran. Son chicos que no tienen otra opción. Tienen que venir aquí para ver la situación. Hay mucho abandono". Y a ellos casi nadie se atreve a llamarlos por su nombre. Solo un chico, en Acultzingo, y tras cerciorarse que “no lo están grabando”, explica: “Es que allá [en Sierra de Agua] están los de La Letra”. Los Zetas, uno de las bandas más sanguinarias de México.

La deslumbrante belleza de Sierra de Agua, de unos mil habitantes, contrasta con el inquietante silencio que rodea a la comunidad. Hay poquísimas personas en sus veredas y, entre los que hay, nadie vio nada, nadie supo nada y nadie sospechaba nada. “Aquí es mejor no enterarse de lo que ocurre”, dice un habitante. Solo cuenta que ese 31 de agosto “se puso bien feo”.

En el comunicado oficial, difundido por el Gobierno de Veracruz, no hay nombres ni de los muertos ni de los detenidos, salvo la aclaración de que fueron entregados al Ministerio Público. También indica que al día siguiente de la operación, la policía municipal de Acultzingo no había acudido a trabajar. “Eso no es verdad, aquí está nuestra policía”, dice un funcionario municipal.

El hecho es que sí hubo una policía municipal que no acudió a trabajar al día siguiente, pero no fue la de Acultzingo, sino la de Maltrata, un pueblo vecino de unos 14.000 habitantes. Tal y como dice el comunicado, al día siguiente de la operación, todos sus policías municipales huyeron. Pero no los de Acultzingo: los de Maltrata. Dicen que de ahí era el hombre encargado del supuesto campamento: un hombre al que apodaban El Bucanas, un hombre rubio señalado como exjefe de la policía de ahí.

Los encargados de la seguridad de Maltrata son ahora una decena de policías estatales que permanecen encapuchados todo el tiempo, incluso cuando el alcalde del pueblo, Miguel Ángel Barreda, recibe, altanero, a los visitantes. Se le pregunta por El Bucanas: “Yo, por apodos, no conozco a nadie” es su única respuesta.

Los habitantes afirman que se sienten mucho más seguros con los policías encapuchados que con los que huyeron. “Ahora sí se puede pasear por las noches, estamos mucho mejor”, dice Aurelia Bartolo, de 49 años, a las puertas de la iglesia del pueblo. La mujer cuenta que hasta dejó de ir a “la hora santa” que oficiaba todos los días el párroco de Maltrata debido al miedo. “Yo sé que Diosito me cuida, pero también debo cuidarme de los humanos”.

Hablan de que los asesinatos, las violaciones y los desaparecidos eran comunes en el pueblo. “Pregunte a don Epifanio, a él le secuestraron a una hija”. Epifanio Huerta es un hombre de unos 50 años que, de muy mala gana, acepta hablar a través de la ventana de su casa. “Mire, se llevaron a mi hija y yo me he cansado de denunciarlo. Nadie hace nada. No hicieron nada. Aquí no nos ayuda nadie. Estoy harto”, dice, indignado, antes de cerrar la ventana.

Acultzingo y Maltrata son dos comunidades enclavadas en la Sierra Madre Mexicana y rodeadas de espectaculares cumbres, entre ellas el Pico de Orizaba, la más alta del país con 5.600 metros de altitud. El acceso a los pueblos no es asunto sencillo. Tras la visita al rancho San Pedro, Eduardo Contreras, enlace de la Policía Municipal de este municipio con la Secretaria de Seguridad Pública (SSP), insiste en que no se puede ir del lugar sin probar sus truchas. “Para que vean que no todo es feo”. Apenas sentados en el comedor situado junto a la carretera que conduce a Sierra de Agua, aparece un coche del Ejército y se mete a la comunidad. Solo tarda unos minutos en volver a salir.

Al regresar, hay dos mujeres llorosas en una de las casas vecinas al rancho San Pedro. “Se llevaron a mi marido”, dice una. Apenas cuenta “que se dedicaba al campo”. Que ella no estaba ahí cuando lo detuvieron. No han pasado ni 10 minutos de lo ocurrido. Ella y la otra mujer, de nuevo, se niegan a dar más detalles. No vieron nada. Nadie vio nada.


Los 33 capturados tras el operativo fueron trasladados a cárceles en el norte de México, a casi 2.000 kilómetros de Veracruz. Permanecieron 48 horas custodiados por el Ejército, según un informe oficial. Los tres muertos eran dos chicos menores de edad y uno de 27 años. Luis tenía 17 años y “apenas había ingresado a la banda”, explica su propia madre. Pascual, también de 17, vivía en Acultzingo. Sus padres fueron a identificar su cuerpo. El tercero tenía 27 años, se llamaba Juan Manuel Piedras Morales, y fue el primer identificado. Sus funerales también fueron vigilados por las Fuerzas Armadas. La policía que patrulla Maltrata, los que no se quitan la capucha ni con el alcalde enfrente, reconoce en voz baja: “Nosotros vamos a morir acá. Pero vamos a morir con nuestro honor intacto, porque nunca hemos sido corruptos”.

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