Le querían hacer la pregunta, pero esperaron a tenerlo sentado en el asiento de piel del avión Learjet 60 de la Marina.
Había tiempo. 75 minutos de vuelo entre Mazatlán y el DF.
La Operación Gárgola había concluido cinco días después de lo planeado porque Joaquín El Chapo Guzmán Loera usó el complejo sistema de túneles para huir de Culiacán al amanecer del 17 de febrero. Finalmente fue detenido en Mazatlán por la Marina —que desde el sexenio pasado ha sido la más eficaz contra el crimen— y la nueva Agencia de Investigación Criminal, a la que muchos llaman “la nueva PGR”.
Pero había algo que no se explicaban los altos funcionarios de inteligencia que llevaban años estudiando al más buscado del mundo. Y se lo preguntaron:
—¿Por qué cuando te nos escapaste de Culiacán no te fuiste pa’ la sierra? ¿Por qué te quedaste en Mazatlán donde sabías que era más fácil para nosotros rastrearte?
—Ya me iba a ir pa’l monte, pero no había visto a mis niñas.
Y en efecto, la cuna de viaje con las dos cuatitas durmiendo —las más pequeñas de los 16 hijos del capo— estaba en la recámara contigua a la habitación en cuyo baño fue aprehendido el líder del cártel de Sinaloa.
Quienes lo acompañaron en vuelo lo describen tranquilo, carismático, francote, de marcado acento sinaloense, apretando las facciones del rostro para enfatizar sus ademanes con los brazos casi pegados al cuerpo, que no grita ni insulta, pero cuando algo lo incomoda o no quiere contestar con la verdad su lenguaje corporal lo delata: mueve los hombros alternadamente como si fueran remos en lago y se acomoda en la silla.
Le preguntaron sobre Rafael Caro Quintero. Reveló que cuando salió de la cárcel se juntó a comer con él en la sierra. Estuvieron como una hora. Explicó a los funcionarios de la Marina y la PGR que Caro no tiene interés en regresar al negocio de la droga, que está enfermo, viejo y con la certeza de que ya pagó sus culpas. Le cuestionaron dónde se escondía: en la sierra, soltó con desparpajo El Chapo.
Habló de sus aliados y rivales.
De Servando Gómez La Tuta y Los Caballeros Templarios dijo que eran unos “rateros mugrosos”. Y se diferenció: “Yo soy un narcotraficante. Yo no secuestro, ni robo, ni extorsiono, ni nada de eso”.
Dijo que su compadre Ismael El Mayo Zambada estaba en el monte y que su otro socio, Juan José Esparragoza El Azul, seguramente andaba por Guadalajara.
Sobre Los Zetas, relató que Heriberto Lazcano El Lazca “era mi enemigo, pero era un caballero”, pero despreció a Miguel Treviño, el Z-40.
Dijo que los Beltrán Leyva, que eran sus operadores, lo quisieron matar cuando se fugó del penal de Puente Grande en 2001.
“Maté a dos mil o tres mil”, confesó sin tapujos. Contó que mandó asesinar a Ramón Arellano pero no al cardenal Posadas, sobre cuyo caso respalda la versión oficial de que todo fue una confusión: “Yo pensé que los Arellano venían en el Grand Marquis, eso me dijeron mis escoltas”.
Dijo que no es rico —“ese es un invento de Forbes”— pero las autoridades informaron que le incautaron tres relojes de a 150 mil dólares cada uno, 16 casas, 47 vehículos y señalan que cada tres días una mujer, apodada La Michelle, le llevaba una adolescente de entre 13 y 16 años de edad, quien recibía 100 mil pesos por un día de trabajo sexual.