El caso de Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, detenido 13 años después de haberse fugado del penal de alta seguridad de Puente Grande, es la evidencia insoslayable del poder corruptor del narcotráfico, que incluye a personajes del más alto nivel de los gobiernos federal, estatal y municipal; del aparato de seguridad y justicia del Estado, así como del mundo empresarial. Esa vasta red de complicidad, hasta ahora anónima e impune, operada por profesionales altamente capacitados en finanzas, leyes e ingeniería, ha permitido que el Cártel de Sinaloa se haya convertido en el emporio criminal más importante del mundo, con presencia en 54 países.
Esa misma estructura delincuencial seguirá funcionando a pesar de la reciente captura de su capo mayor, tal como lo declaró Ismael El Mayo Zambada a Julio Scherer en abril de 2010: “Si me atrapan o me matan, nada cambia”. La producción, distribución y consumo de drogas, lo mismo que la violencia y la inseguridad, resultado de la lucha entre los diversos cárteles por ese mercado multimillonario, continuarán aunque los principales líderes de las organizaciones criminales estén tras las rejas o bajo tierra, como ha ocurrido desde hace más de 30 años. “El narco está en la sociedad, arraigado como la corrupción”, le comentó también el segundo en la línea de mando del Cártel de Sinaloa.
Por tanto, la captura del Chapo en un impecable operativo de la Secretaría de Marina, en coordinación con las secretarías de Gobernación y de la Defensa Nacional, la Procuraduría General de la República, la Policía Federal y el Centro de Investigación y Seguridad Nacional –con los cuales colaboraron agencias de inteligencia y seguridad estadunidenses–, es un indiscutible logro del actual gobierno. No obstante, dicho logro será efímero, como tantas otras detenciones de grandes capos, si no se ataca la raíz de esa hidra de mil cabezas que es el crimen organizado, alimentada por la estructura financiera y patrimonial de los grandes cárteles, tomando en cuenta la red de complicidad y corrupción que sustenta su funcionamiento.
El vocero de la Presidencia de la República, Eduardo Sánchez, se comprometió públicamente a ubicar los bienes y mecanismos que le han permitido lavar dinero a El Chapo, al igual que a identificar a los cómplices del capo para procesarlos conforme a derecho (25/II/20). Ese es el verdadero reto del gobierno de Enrique Peña Nieto en materia de seguridad. Mientras ello no ocurra, las organizaciones criminales seguirán compitiendo “salvajemente, con violencia, para ocupar vacíos de Estado, fagocitando fragmentos completos de territorio y de andamiaje institucional para después consolidar sus mercados ilegales en delitos organizados mucho más graves, como, por ejemplo, la trata de personas, el secuestro o el tráfico de órganos humanos” (Edgardo Buscaglia, Vacíos de poder en México, página 26).
El poder corruptor del crimen organizado se inserta en la fragilidad del Estado mexicano, con un sistema de justicia colapsado y una estructura institucional infiltrada hasta la médula por ese cáncer que corroe a los tres niveles de gobierno. En consecuencia, el combate a la corrupción debiera ser una prioridad real, no cosmética, de la presente administración. Sin embargo, sobran razones para ser escépticos respecto al cumplimiento de ese imperativo de moral y política pública.
Desde hace por lo menos un siglo existe en México una “sabiduría” de la corrupción que se ha ido depurando, en tanto que se creaban instituciones para combatirla. Esa nociva paradoja, soportada en la simulación, el cinismo y la complicidad, es el principal nutriente de los grandes problemas del país: la pobreza y la desigualdad, el mediocre crecimiento económico y la violencia e inseguridad vinculadas al crimen organizado. La corrupción no sólo está en el origen de dichos desafíos, sino que impide resolverlos.
Corrupción y mal gobierno van de la mano. La corrupción ha dejado de ser el aceite que permitía el funcionamiento de la máquina gubernamental, para convertirse en la principal causa de la ineficiencia de la administración pública: obstruye el desarrollo económico y social, la calidad de la educación, los servicios de salud y de infraestructura pública; la seguridad ciudadana, el imperio de la ley y la consolidación de la democracia. Adicionalmente, inhibe la inversión extranjera directa y propicia el aumento de la economía informal (que en México es de 60%), lo cual erosiona la competitividad del país en el mercado global.
Sabemos que el costo financiero de la corrupción es muy alto, mas no es fácil medirlo. Transparencia Mexicana calculó en 2011 que la corrupción en México, sólo en “mordidas”, tuvo un costo de 32 mil millones de pesos. Dicha cifra resulta insignificante si se compara con la estimación del Centro de Estudios Económicos del Sector Privado dada a conocer en julio de 2012: La corrupción le cuesta al país 1.5 billones de pesos al año; monto equivalente a 10% del Producto Interno Bruto (PIB) o a las ventas de Pemex en 2011.
El informe de la Auditoría Superior de la Federación (ASF) sobre la Cuenta Pública 2012, difundido el pasado 20 de febrero, da una idea de la magnitud de la deficiente administración y de la opacidad asociadas a la corrupción que inunda al aparato burocrático del país (con desvíos de fondos por 40 mil millones de pesos), así como a las cámaras de diputados y senadores. El informe permite constatar que la ineficacia del sistema de rendición de cuentas existente y la falta de sanciones redundan en aumento de la corrupción y la impunidad.
La corrupción derivada del narcotráfico es sólo un aspecto de ese “mal endémico de la política mexicana” que podría causar el fracaso de las reformas emprendidas por el presidente Peña Nieto (revista Time). Mientras no se combata la corrupción y no impere el estado de derecho, no habrá seguridad ni crecimiento económico en México. El diagnóstico es claro. Faltan los resultados.